19 de abril de 2008

LA CAJA NEGRA

MAS DE UNA VEZ PARA COMPRENDER ALGO QUE PARECE TAN LEJANO BASTA SIMPLEMENTE CON DEJAR DE SER INDIFERENTE.

Por Salvador Martinez.

ETIOPIA

Amanece en Etiopía, ahora la luz ardiente ilumina el poblado de Zayse, en la región de Omo, al oeste del río Chamo, donde alzando la vista por encima de las ramas de acacia recubiertas de barro con las que construyen sus cabañas no ves ningún camino que te hubiese llevado hasta aquí. La tierra roja hierve la sangre de los pies descalzados de la mayoría de sus habitantes.

Niniru está despertándose, acostumbra hacerlo antes, pero esta mañana alargó su descanso porque estaba soñando con algo que le dejó buena sensación, el caso es que no lo recuerda, ni hará por rememorarlo, para un etiope, los sueños, sueños son.

—¿Mamá? ¿Irina?
— Mamá se fue temprano a por agua, despiértate ya o llegarás tarde a la escuelA —le advirtió su hermana que con la intención de sacarle una sonrisilla de buenos días añade— además, Diruta pasó preguntando por ti hace muy poco tiempo.

Este se sonrojó e intentó disimularlo.

—Si nos damos prisa aun la alcanzamos —le propuso acercándole una camisa que estaba junto a él, sucia y hecha jirones, mas unos pantalones cortos muy deteriorados eran su única vestimenta diaria, pero a la camisa en concreto le tiene un afecto especial, tan solo conserva eso como recuerdo de su padre, ni un consejo, ni un beso, ni tan siquiera una imagen.
Era muy pequeño cuando este murió en una pelea contra los mursi, una tribu mucho más violenta que les robaba el ganado, sabe que ahora hay cosas mucho peores por las que preocuparse pero si un día le faltara… son los detalles que distinguen a un etiope de sentirse realmente pobre.

—Tengo sed —dice mientras se coloca la camisa al revés e Irina tiene que ayudarle.
—Cuando vuelvas de la escuela habrá agua, pero ya sabes lo lejos que esta el pozo, todavía queda tiempo para que regrese mamá.

El conformismo del chico a pesar de no tener agua tiene su explicación, estar junto a Diruta le distraía de todo y por lo tanto saciaba por momentos su sed. La chica más guapa de la aldea se decía para si mismo todo el tiempo, lleva enamorado de ella desde el primer día que la escuchó a su lado, le hacía sentir una inquietud diferente a las demás persona. Se levantó de un impulso agarrando la mano de su hermana y empujándola hacia fuera, ahora si que tenía prisa.
Al salir de la cabaña se notaba la actividad de la mañana, la gente caminaba de un lado para otro, realizando o dirigiéndose hacia sus tareas rutinarias. Se escucha a Goruka saludar desde lejos deseándoles un buen día, es el padre de Diruta. Niniru piensa que le tiene aprecio, y algún día estará orgulloso de verle casado con su hija, sabe que por el momento tan solo son fantasías, pero no puede evitar imaginarse a los dos juntos en su cabeza. Ahora su padre se irá a trabajar la tierra durante todo el día, desde que sale el sol hasta que oscurece, aquí las jornadas laborales las dicta el hambre.

Niniru ensimismado como siempre, abstraído por sus pensamientos se pregunta.
—¿Cómo será? Veo la luz, pero no el sol—.
—Irina, ¿el sol se ve de noche?

Su hermana se extrañó.

—La luna brilla de noche Niniru, y las estrellas, pero ¿por qué me haces esa pregunta?, eso ya lo sabes tú.
—No todas las noches son iguales, ¿verdad? —se obstinó el chico.

Irina ya no sabía muy bien como contestarle a eso.

—Son lo mismo siempre, a lo mejor un día se ven más estrellas o la luna no está entera, sin embargo son lo mismo —le dijo mirándolo aunque este andaba con la cabeza agachada, parecía estar preocupado por algo, como si tuviese un presentimiento.

—¿Qué te preocupa? —Se interesó por él.
—¿Y si una noche no saliese la luna, ni brillaran las estrellas? Irina miró con tristeza a su hermano, que difícil tenía que serle todo. Se vio en la necesidad de contestarle algo, lo que fuera, pero entonces distinguió en la distancia a la persona que mejor le vendría en ese momento.
—¡Ya veo a Diruta! —exclamó su hermana a la vez que apretó su mano. —Vamos alcanzarla para que os vayáis juntos a clase, que yo tengo que irme.
—¡Diruta! —gritó el chico.
Ella se giró y esperó a que les alcanzaran.

Buenos días Niniru —recibió cariñosamente agarrándole también de la mano—. He pasado antes a por ti, pero me dijo tu hermana que estabas durmiendo, pensé que hoy no vendrías a clase, así que me alegro mucho de verte.
—Me lo ha dicho, y en cuanto me enteré, me vestí y salí corriendo para alcanzarte.

Con la excitación que le producía estar a su lado, siempre tardaba un poco en notar que iban agarrados, entonces tragaba saliva, y se preguntaba. ¿Cómo algo tan delicado podía resultarle tan protector? Tal vez lo que le ponía tan nervioso era darse cuenta de que con su presencia todo era distinto en la aldea, por lo que merecía la pena levantarse cada mañana sin detestar la infortuna vida que le había tocado, nada de eso, necesitado sería sino existiese ella, ni ese primer beso bajo los pies del mas viejo Acacia que les acogía día y noche, pasando todo momento unidos desde muy pequeños, y aunque ahora seguían siendo unos niños, en el poblado sabían que nada eran el uno sin el otro, después de haber compartido su comida en épocas de hambruna, siendo abrigo en tormentas, caricias en días tristes, nadie podía negar que eso era amor.

Luego volvían juntos de clase, como siempre, todavía cogidos sentían que todos los días parecían ser iguales, solo ocurre algo interesante cuando venían turistas extranjeros a visitarles con sus cámaras de fotos. En ese momento todos comenzaban a alborotarse, anunciándose de boca en boca la llegada de alguien nuevo a Zayse.

Los más jóvenes se acercaban para mirar sus ropas sin rasgaduras, limpias, y olores frescos, unos pantalones, unas botas, para pronto volver a sorprenderse de contemplar esos aparatos enanos que guardaban en sus bolsillos con los que podían comunicarse según contaban con otras personas que podían estar muy lejos. Los zayse se reían cuando les escuchaban decir eso, algunos entendían algo de inglés, y les resultaba inconcebible pensar que hablando tan flojo se pudiese escuchar algo ni tan siquiera en el poblado más cercano, aunque dijesen que si era posible, Niniru no terminaba de creérselo, para él lo normal era poder hablar con otra persona si estaba junto a ti, sin embargo, el se decía que algunas veces podía hablar con Dirutá mentalmente, porque se conocían mucho, por eso en ocasiones que iba hacer algo o decir alguna cosa, la chica se adelantaba, aunque es cierto que pensaba que eso era un caso especial, porque la quería mucho. Entonces para esto solo imaginaba una única solución, que a aquellas personas extranjeras les pasara como a él, de querer tanto a una persona podías comunicarte con ella y saber como estaba sin necesidad de que te contestara.

—¿Hemos pasado ya por la cabaña de Akele? —preguntó Niniru sin que Diruta encontrara una razón aparente.
—Si, le he visto sentado a la entrada de su casa, como todos los días.
—¿Nos ha visto él a nosotros? —volvió a preguntar como si se interesase por algo.
—Si que nos ha mirado. ¿Por qué me lo preguntas? —Quiso saber la chica.
—Siempre esta sentado ahí, ¿verdad?, en su cabaña, todos los días que recuerdo.
Diruta se rió porque era cierto, no había día que el anciano no estuviese en ese lugar sentado.

Niriru continuó diciendo:

—Si siempre está ahí. ¿Por qué hoy no nos ha saludado?
Diruta no respondió, ahora era ella quien se preguntaba la reacción del anciano, no sabía muy bien porqué, pero no veía conveniente contarle que no solo estaba segura de que el anciano les había visto, sino que con un rostro entristecido estuvo siguiéndoles con la mirada, ahora al girarse hacia atrás no alcanzaba a verle, seguramente se hubiese metido a dentro.
—Estoy oyendo llorar a alguien —dijo claramente Niniru.

Cuando justo tras doblar la última cabaña, Diruta vio a su madre entre los brazos de su padre, se deshizo de la mano de Niniru para salir corriendo hacia ellos.
—¡¿Qué pasa Diruta?! —gritó el chico que quiso salir corriendo también detrás, pero se sintió desorientado, y comenzó a ponerse histérico. Algo pasaba
— ¡Diruta! —gritaba en todas direcciones, hasta que escuchó una voz familiar.
—Estoy aquí Niniru, ven conmigo —y unos brazos que le agarraban, eran los de su madre—. Vayámonos a casa.
Niniru se dejaba llevar ofreciendo algo de resistencia.
—¿Qué pasa con Diruta? ¿Por qué lloran sus padres mamá? ¿Dónde está?—. Solo hacía preguntas angustiado, necesitaba respuestas, ante todo quería volver a sentir otra vez su mano.

Los dos entraron en casa oyendo aun los llantos desde fuera, se sentó en su cama donde comenzó a sollozar.
—¿Qué es lo que pasa mamá? Esta le abrazó, sujetó su cabeza entre las manos y besó su frente.
—Tranquilízate cariño, esta noche estarás con ella, te lo prometo—.
Anochece en Etiopía.
Niniru llevaba ya unas horas callado y con un rostro muy serio, repasando en su mente lo que había ocurrido, intentando darse una aparente explicación de que había podido suceder.
Escuchó a su madre levantarse y caminar hacia la entrada, para comenzar a hablar con alguien, era el padre de Diruta, luego volvió a dentro. El chico alzó la cabeza esperando algo. Su madre resopló, se le acercó, acarició sus mejillas, sus labios, y secó sus lágrimas.
—Irina —se dirigió a su hermana—, por favor, porque no acompañas a tu hermano hasta el Acacia. —Se paró un segundo antes de seguir— Allí estará Diruta.
La sonrisa en el rostro del chico, provocó las lágrimas en su madre que intentó disimularlas, pero poco pudo hacer para que no se percatase, aunque esta vez, no le hizo ninguna pregunta.
Su hermana le llevó a los pies del viejo árbol y se marchó.

Reinaba un silencio intranquilo entre los dos, tan solo se escuchaba desde la distancia el crepitar del fuego de las hogueras en el poblado, pero a pesar de no ser muy tarde no parecía haber nadie, era como si todos se hubiesen puesto de acuerdo en que esta noche era solo para ellos.
El no aguantó más.

—Me dejaste solo —pronunció en voz baja, aunque suficiente para que le escuchara.
Ella tardó en contestar.
—Lo siento, pero tenía que saber porque lloraban mis padres.
—… ¿Por qué? ¿Qué les ha pasado? —preguntó con miedo sin desear saber de qué.
Ella volvió a tomarse su tiempo, inspiró aire con firmeza, apretó con más fuerza que nunca la mano del chico cuando este comenzó a llorar, ahora ella también lo hacía.
—A ellos no les pasa nada malo —

En el tiempo que has tardado en leer este relato, sesenta y dos niños y niñas menores de catorce años se acaban de infectar con el sida. Ahora mismo sus familias sufren y lloran como lo haría la tuya misma. Desde que leíste que amaneció en Etiopía hasta llegar a los pies del viejo árbol, han muerto quince jóvenes menores de veinticuatro.

Con mucha dificultad Niniru consiguió preguntarle al igual que a su hermana.

— ¿Brillan esta noche las estrellas?

Y ella si supo que contestarle

La ceguera en Etiopía, premio de
fotografía de Médicos del Mundo


Una imagen sobre la ceguera infantil en Etiopía ha obtenido el XI premio internacional de fotografía humanitaria Luis Valtueña, que concede la ONG Médicos del Mundo. El autor de la instantánea es el italiano Giovanni Marrozzini, que recibirá una beca de 8.000 euros para fotografiar alguno de los proyectos de la ONG.

El primer áccesit fue para el bangladesí Abir Abdullah por su trabajo sobre supervivientes de ataques con ácido, y el segundo, para el mexicano Daniel Aguilar por sus fotografías de una revuelta popular en Oaxaca. La española Katy Gómez recibió el premio especial Inmigración y Derechos Humanos en Europa. A esta edición se presentaron 542 fotografías de 205 autores procedentes de 36 países. Las 29 imágenes finalistas se exhibirán a lo largo de 2008 en una muestra itinerante que comienza en Sevilla el próximo día 14.

Este premio conmemora la labor humanitaria del fotógrafo Luis Valtueña y los cooperantes Flors Sirera, Manuel Madrazo y Mercedes Navarro, asesinados en Ruanda y Bosnia en 1997 y 1995, respectivamente.

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